La noche del 24 de febrero de 2022, mientras Rusia comenzaba su invasión a lo largo de todo el territorio ucraniano, políticos, diplomáticos y académicos llegaban a la conclusión de que el mundo, a partir de ese momento, dejaría de ser el que conocían. Los cambios que experimentaría el sistema internacional serían tanto inimaginables como incalculables y, muchos de los procesos que parecían cosa del pasado -producto de décadas de alta globalización e integración de los mercados globales- volvían con cada vez mayor fuerza. Las preguntas crecían. Las respuestas, en tanto, se volvían escasas. La historia, nuevamente, aparecía como tragedia.
Aunque la guerra golpeó a todos los sectores de la economía global, uno en particular sintió más rápido sus efectos. El sector energético. Previo al conflicto, existían dos ideas bastante arraigadas de parte de los agentes públicos y privados del mercado. En primer lugar, el sostenido avance de la transición energética hacia las energías renovables, como la eólica y la solar, en reemplazo de las no renovables, como el carbón, el gas y el petróleo. Incluso, países como Alemania -no sin fuertes debates internos- empezaban a prescindir de fuentes de energía como la nuclear.
El principal debate en torno a este punto era saber cómo harían los estados para cumplir con sus compromisos ambientales con la comunidad internacional y como llenarían el espacio vacío que dejaban las fuentes no renovables mientras eran reemplazadas -aun ritmo más lento- por las renovables.
En segundo lugar, había cierto consenso de que la oferta y la demanda de energía, debido a una cadena de suministros integrada globalmente, se encontraba medianamente equilibrada. Más allá de ciertos shocks coyunturales, los precios se mantenían estables y por algunos periodos -sobre todo durante la pandemia-, en mínimos históricos. El suministro energético global parecía garantizado.
La guerra cambió todo eso. El primer golpe lo sintió Europa. El segundo, las economías emergentes. Y por efecto contagio, el resto del mundo. La nueva crisis energética, reflotó viejos conceptos que, como dijimos, parecían olvidados. El primero de ellos, la seguridad energética. El mayor de los temores yacía sobre una posible disrupción en la cadena de suministros -sobre todo de gas y petróleo- donde países como Alemania, Italia y Polonia mantenían una alta dependencia respecto de Rusia. Las sanciones a ésta por parte de Europa y Estados Unidos y, su correspondiente respuesta hicieron el resto. Los precios del gas y el petróleo aumentaron, en el caso de este último, por encima de los 100 dólares. L
Las dos máximas de la seguridad energética, suministro constante y precios accesibles, se esfumaron de la noche a la mañana. Ni el suministro estaba garantizado, ni los precios eran accesibles. La energía dejaba de ser un asunto económico, y volvía a ser una cuestión de seguridad nacional.
Junto con la seguridad energética, la sensibilidad y la vulnerabilidad son los otros dos conceptos que volvieron a los cálculos de riesgo y al imaginario de los decisores políticos. La sensibilidad fue experimentada por el sistema en su conjunto. Europa, rápidamente salió a la búsqueda del suministro de gas licuado que todavía no estaba atado a contratos de largo plazo. India se abrazó a Rusia y su gas barato. China también se abrazó al gas ruso, pero reforzó sus lazos con Medio Oriente y Asia Central. América Latina y África hicieron lo que pudieron. Corrida cambiaria no, corrida energética.
El objetivo era tan simple como complejo, como el primer golpe era inevitable, se hacía imprescindible evitar que sea de knock out. Contradicciones de un mundo entrópico, el cambio climático y temperaturas templadas en el invierno europeo evitaron que esta tuviese que elegir entre dejar a sus industrias sin funcionar o a sus ciudades congelarse. Al revés de Esteban Valentino, no todos los soles mienten.
La vulnerabilidad, es decir, evitar que las consecuencias se mantengan y alarguen en el tiempo, se volvió el objetivo a mediano y largo plazo. En 1973, cuando el mundo arabe se quiso llevar puesto a Israel -por cuarta vez- y los mercados energéticos sufrieron su peor crisis hasta la fecha, Japón quedó a merced no solo por su shock inicial, sino por que su matriz energética dependia en un 70% de las importaciones del exterior. Estados Unidos, por el contrario, supo ser resiliente. Resistió el primer golpe, creó su Reserva Estratégica de Petróleo y, años más tarde, a través del shale oil, logró “despreocuparse” de futuras crisis en el sector. Keohane y Nye como doctrina, ayer, hoy y siempre.
La actual coyuntura hizo rever todas las estrategias en materia energética con el objetivo de ser más resistentes y resilientes a los efectos duraderos de la crisis. Dos variables para pensar y una consecuencia. La primera es que surge la necesidad de aumentar las inversiones en infraestructura de aquellas fuentes de energía a las cuales la transición energética venía a reemplazar. En Asia, América Latina, pero sobre todo en Europa, comenzó un acelerado proceso de construcción de nuevos gasoductos, oleoductos, plantas de refinamiento y terminales de gas licuado. Incluso a la energía nuclear se la empezó a mirar con ojos verdes. El poder aumentar la capacidad de generar reservas se volvió una necesidad. Mantener a la economía encendida sin los riesgos que implica el racionamiento para los sectores productivos o mayores costos para los hogares particulares, en una obligación.
La segunda variable parece un tanto contradictoria. Al mismo tiempo que aumenta la necesidad de abastecerse de gas y petróleo, también se acelera el ritmo de la transición energética. El cálculo parecería simple. Si el gas y el petróleo son manejados en buena parte por un puñado de países -sobre todo Rusia y Medio Oriente- y estos mantienen la capacidad de utilizar su posición privilegiada como elemento de coerción, acelerar la transición energética no solo juega en favor de la lucha contra el cambio climático, sino que también posibilita ser menos dependientes de estos países.
Como dicen Gard-Murray, Hinthorn y Colgan en un reciente artículo en la revista foreign affairs, los paneles solares y las turbinas eólicas no se pueden apagar desde el exterior. Ahora bien, en política internacional uno más uno no siempre es dos. Pregunta para el lector. ¿Qué país de 1200 millones de habitantes tiene una ventaja considerable en la cadena de suministros de una buena parte de las energías renovables? Si usted está pensando en China, está en lo correcto. La nueva dependencia toca a la puerta.
La consecuencia de este proceso es que hay una posibilidad cierta de que la matriz energética global sufra un fuerte proceso de fragmentación. El miedo a la dependencia, como dijimos, está llevando a los países a generar las reservas suficientes para evitar shocks externos. Al mismo tiempo, los acuerdos en materia energética buscarán darse entre países aliados o con ciertas afinidades políticas. Europa como el camino a no imitar. Ninguna de las dos tiene garantía de éxito. La interdependencia hoy paga costos, pero todavía es un mal necesario.
Con este panorama, encontrar preguntas es mucho más fácil que perfilar respuestas. Una forma de pensar el futuro de la energía a nivel global es analizarla en términos sistémicos. Que actores, para que estructura y mediante qué procesos.
Sobre los actores, los estados seguirán en el centro de la escena. Son los que mantienen el monopolio sobre las fuentes de energía. Diseñan las políticas y estrategias nacionales. Tejen alianzas y coercionan a sus competidores. Construyen la infraestructura y destinan cada vez más recursos a la investigación y el desarrollo. Aun así, no se puede desatender el rol que juegan las empresas transnacionales, presionando al estado en función de sus intereses lucrativos, sea para abrir nuevos mercados o lo que es mas importaante, no perderlos.
En cuanto a la estructura de poder, el sistema internacional parece virar, cómo han caracterizado Esteban Actis y Nicolas Creus, hacia un bipolarismo entrópico, es decir, una estructura con China y Estados Unidos como las principales polos de poder pero con un trasfondo caótico y desordenado que les impide tener un control absoluto sobre su entorno.
Si bien esta es la orientación general del sistema internacional, en materia energética, esto se vuelve un tanto más difuso. Si pensamos la energía como un tablero geopolítico más -sonríe Brzezinski-, es factible analizarla desde un prisma más tendiente al multipolarismo. ¿Por qué? Existen múltiples actores de peso para cada una de las fuentes de energía disponibles. Esto les da la capacidad de controlar flujos y definir agendas. Manejar necesidades, ansiedades y desesperaciones. La energía primero como fuente de poder y después como recurso. Si pensamos en el gas y el petróleo, Rusia, Arabia Saudita y Asia Central. En términos de materiales críticos, China, el Congo, Chile e Indonesia. En cuanto al litio, Australia y Sudamérica.
Por último, los procesos. Un mundo más conflictivo o más cooperativo. Las primeras impresiones nos alejan de lo último y nos acercan a lo primero. Estados Unidos, a través de la Inflation Reduction Act busca no perder el paso de la transición energética y competir con China. Esta, por su parte, con una ventaja en la explotación de minerales críticos -En muchos casos monopólica- y la producción de baterías de litio y paneles solares tiene a su disposición una carta para condicionar a Occidente en general y a Estados Unidos en particular. Europa, como siempre, en el medio. América Latina y África, entre una oportunidad histórica y el peligro de quedar atrapados en un conflicto que no les interesa. Todo esto sin menospreciar que, todavía, aquellos estados con grandes reservas de gas y petróleo seguirán teniendo la capacidad de provocar ciertas disrupciones en los mercados globales. Los muertos se cuentan cuando están fríos.
La guerra en Ucrania cambió el escenario internacional como hacía décadas no se veía. En materia energética, tal vez para siempre. Lo que se mantiene constante, es la necesidad del estado de sobrevivir, hoy en un mundo donde la norma dejó de ser la previsibilidad para ser la incertidumbre. Donde la cooperación perdió ante el conflicto y el caos reina allí donde ya no hay orden.