Radar Austral

El impuesto global: la batalla entre los Estados y los organismos supranacionales

La retirada de EE.UU. del acuerdo de la OCDE, respaldado por más de 140 países, expone la creciente presión internacional para unificar la fiscalidad global, limitando la autonomía de los países y desatando una disputa que redefine el comercio mundial.

Publicado el 7 de abril de 2025 por Radar Austral
El impuesto global: la batalla entre los Estados y los organismos supranacionales

En los últimos años, la presión de entidades multilaterales para instaurar normas tributarias de alcance global ha ganado terreno, generando un intenso debate sobre la autonomía de los Estados en la definición de sus propias estrategias fiscales. La propuesta de fijar un tributo mínimo del 15% a las ganancias de las grandes corporaciones, impulsada por la OCDE y respaldada por la Unión Europea, ejemplifica esta tendencia. Argumentando la necesidad de evitar la evasión impositiva y garantizar una distribución equitativa de la recaudación, esta iniciativa apunta a unificar criterios en un contexto donde los países compiten con políticas impositivas diferenciadas para seducir capitales. No obstante, la imposición de un esquema uniforme a nivel global plantea una barrera directa en la soberanía económica de las naciones, restringiendo su capacidad de diseñar beneficios fiscales según sus propias prioridades de desarrollo.

El avance de esta regulación ha encontrado resistencias en diversas regiones. La falta de consenso en torno a su implementación ha puesto en evidencia las diferencias de intereses entre los distintos actores. Mientras que las potencias económicas buscan incrementar sus ingresos tributarios y regular con mayor firmeza la actividad de las multinacionales, los países en vías de desarrollo dependen de cierta flexibilidad impositiva para incrementar la capacidad de incorporar inversiones extranjeras. Pese a estas divergencias, el organismo con sede en París ha promovido la adopción de este modelo como un estándar global, logrando el respaldo de más de 140 países y jurisdicciones, lo que ha limitado la posibilidad de que los Estados diseñen esquemas tributarios adaptados a sus propias realidades económicas.

En este escenario, la retirada de Estados Unidos del Acuerdo de la entidad multilateral sobre Fiscalidad Global en enero de 2025 profundizó el debate sobre la viabilidad de este tipo de normativas supranacionales. Aunque la administración de Donald Trump presentó su decisión como una estrategia para fortalecer la competitividad de su economía y preservar el control sobre su sistema tributario, las repercusiones de esta medida trascendieron ampliamente el ámbito estadounidense. En febrero del mismo año, la Unión Europea reafirmó su intención de seguir adelante con la aplicación del tributo, advirtiendo que, si las empresas norteamericanas no se adecuaban a la normativa, podrían ser objeto de cargas impositivas adicionales dentro del bloque comunitario. Esta postura de Bruselas evidenció una escalada en la disputa fiscal global, con potenciales implicaciones comerciales y diplomáticas.

Luego de la decisión de la administración Trump, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ajustó en marzo a la baja sus proyecciones de crecimiento económico mundial, con estimaciones que pasaron del 3,2% en 2024 al 3,1% en 2025 y al 3,0% en 2026. La incertidumbre generada por las tensiones fiscales entre Washington y Bruselas no tardó en trasladarse a los mercados: el índice S&P 500 cayó un 8,6% entre enero y principios de abril, marcando un retroceso significativo en la plaza financiera más influyente del mundo. En contrapartida, los mercados europeos mostraron señales de confianza. El Euro Stoxx 50 registró un alza del 7,7% en el primer trimestre, impulsado por valoraciones atractivas, previsibilidad institucional y el ambicioso plan de inversión de 500.000 millones de euros aprobado por Alemania, destinado a infraestructura y transición energética. Sin embargo, este estímulo fiscal, celebrado por los mercados, podría derivar en desequilibrios a mediano plazo si no se acompaña con una baja del gasto público en otras partidas, ya que aumentaría el déficit y ejercería presión sobre los precios. En Asia, la tecnología lideró las ganancias: empresas como Zhongji Innolight y Fositek avanzaron más del 30% solo en marzo, apuntaladas por el dinamismo del sector en China y Corea del Sur, que aprovecharon la menor exposición a las disputas regulatorias de Occidente para consolidar posiciones en los mercados globales.

En paralelo, la guerra arancelaria desatada por la Casa Blanca a comienzos de abril, con la imposición de un arancel universal del 10% a todas las importaciones y tarifas diferenciadas del 34% para China, 20% para la Unión Europea y 24% para Japón, se sumó como un capítulo más dentro de una estrategia geopolítica que ya había mostrado señales con el retiro del acuerdo fiscal global. Aunque no responde exclusivamente a esa decisión, la ofensiva comercial comparte el mismo espíritu de fondo: la necesidad de recuperar soberanía ante lo que Washington percibe como un avance desmedido de las estructuras supranacionales que condicionan la política interna.

La lógica que subyace en el nuevo plan de reciprocidad está directamente vinculada con esa estrategia. El programa, que establece que Estados Unidos replicará cualquier carga regulatoria, impositiva o comercial que un país aplique sobre sus empresas o productos, refuerza el giro hacia una política exterior económica basada en la confrontación bilateral y el principio de soberanía fiscal absoluta.

Desde la perspectiva económica, la implementación de un gravamen uniforme conlleva múltiples efectos. Al suprimir la posibilidad de que los Estados ajusten sus regímenes impositivos para competir por inversiones, se limita el margen de maniobra para fomentar el capital productivo. Un marco tributario uniforme anula la competencia fiscal entre países, reduciendo las oportunidades para que economías en desarrollo capten inversiones a través de políticas impositivas flexibles. En lugar de favorecer una mayor equidad, la medida beneficia a los países con mercados más consolidados, que no dependen de incentivos fiscales para atraer capitales.

Para las economías emergentes, la aplicación de un gravamen global uniforme supone un riesgo latente. La reducción de la capacidad para ofrecer incentivos fiscales podría afectar su atractivo para los inversores y ralentizar el desarrollo de sectores clave. Además, la imposición de esta carga tributaria podría derivar en respuestas de carácter proteccionista por parte de las economías más avanzadas, dificultando aún más el acceso a mercados estratégicos para aquellos países que decidan no adherirse al esquema de la OCDE y la UE. A esto se suma el incentivo hacia la evasión fiscal y la informalidad frente a la nueva disposición. Un impuesto mínimo global elimina la posibilidad de reducir la carga tributaria mediante estrategias legales de planificación fiscal, lo que podría derivar en el crecimiento de la economía en negro. En un mundo donde no hay competencia impositiva, las empresas podrían recurrir a mecanismos más opacos para minimizar el daño de las nuevas cargas fiscales, generando el efecto contrario al que buscan las entidades transnacionales.

A diferencia de los países que ya forman parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, Argentina no está obligada a adoptar esta carga fiscal, ya que aún no es un miembro pleno del organismo, aunque se encuentra en proceso de adhesión. Esto le da mayor margen para definir su política tributaria sin estar sujeta a las normativas impuestas desde la organización. Sin embargo, su relación con los mercados podría verse afectada si los organismos promotores del modelo impositivo centralizado endurecen su postura frente a los países que no implementen el tributo. Si Argentina mantiene su independencia fiscal, podría captar inversiones de empresas que buscan evitar una mayor carga impositiva. No obstante, también podría enfrentarse a barreras comerciales o presiones diplomáticas para alinearse con el esquema global.

El debate sobre la armonización fiscal a nivel global no es reciente, pero la ofensiva de los organismos globales para imponer normativas estandarizadas sin el respaldo unánime de los Estados refuerza una tendencia que ha cobrado fuerza en los últimos años. Mientras que la OCDE y la UE avanzan en la consolidación de un esquema tributario centralizado, otras naciones defienden su derecho a establecer sus propias políticas sin injerencias externas. La decisión de Estados Unidos de apartarse del pacto fiscal impulsado por la entidad es solo una manifestación de un conflicto mayor: la pugna entre la autonomía de los países para definir su marco fiscal y el esfuerzo de las organizaciones intergubernamentales por modelar un sistema impositivo global homogéneo.

Por Ramiro Cura

Compartí tu opinión