Hasta hace pocos tiempo todavía hablábamos de un mundo unipolar, liderado por los Estados Unidos. Y aunque surgieron liderazgos alternativos, ninguno fue capaz de desafiar la hegemonía norteamericana, con todo lo que eso conlleva. Pero con China fue diferente.
El gigante asiático ha logrado desarrollarse en las áreas más sensibles que hacen al poder global, llegar a todos las regiones del mundo y alcanzar la capacidad de proveer bienes públicos a nivel global. Lo que comenzó como una guerra comercial entre dos grandes países, hoy se convierte en una competencia por la hegemonía global.
Pero el desafío chino no empezó hoy. Ya en el 71’ cuando las Naciones Unidas reconocieron a la República Popular como única representante de China y le otorgaron el sillón de miembro permanente en el Consejo de Seguridad por sobre la República de China, su potencial ya se hacía ver. De hecho, podríamos considerarlo como el tercer polo de poder a finales de la Guerra Fría.
Entre los 70’ y los 90, el país asiático se concentró en su propia modernización económica y optó por una política exterior de bajo perfil. En la década de los 90’ los resultados positivos de su crecimiento interno y las sanciones occidentales por los sucesos de Tiananmen llevaron a China a salir del “aislamiento”, empezar a relacionarse con nuevos países y confiar en el sistema internacional para su desarrollo económico.
En ese proceso encontró aliados, fuentes de recursos, mercados para depositar sus productos y países a quienes exportarles un modelo de desarrollo. China salió bien posicionada de las crisis económicas de la década del 90’ y de fines de la década del 2000 y su comercio y expansión permitió que otros también lo hagan, como es el caso de América Latina en la crisis del 2008.
Pero esta expansión no se quedó en el ámbito económico, y con el tiempo pasó a tener ambiciones militares, culturales y políticas a escala global. Con Xi Jinping en el poder, el bajo perfil de política exterior había desaparecido por completo y la proyección global de China era un hecho.
Según el presidente chino en 2017, China “ha experimentado un aumento de su capacidad internacional para influir y moldear el sistema de gobernanza global”. Así, y junto a otros bloques de países, empezó a desafiar el orden internacional liderado por los Estados Unidos, apostando a nuevos liderazgos políticos, promoviendo un nuevo modelo de desarrollo basado en infraestructura y desafiando las reglas del sistema internacional.
Aunque algunos académicos ya hablaban de la “amenaza china” a comienzos de este siglo, lo cierto es que los Estados Unidos no entendieron a China como una real amenaza hasta la Era Trump. Y aunque la administración demócrata y su aversión por el multilateralismo podía suponer un cambio en esta visión, el trato con China más confrontativo se sostuvo, también con Biden en el poder.
De hecho, el Asesor de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, a pesar de reconocer un nuevo orden global y promover una economía internacional “más justa, abierta, diversificada y no excluyente”, advirtió la prioridad de recuperar al pueblo estadounidense y fortalecer la industria norteamericana, especialmente en asuntos estratégicos, haciendo alusión al poder chino y la dependencia en las cadenas de suministro. Hasta acá, parece que Estados Unidos no está dispuesto a compartir el poder global con China.
Cambio de agenda
Hace unas semanas el Secretario de Estado de los Estados Unidos, Anthony Blinken, visitó China, primera visita del estilo en 5 años. Se reunió con el Canciller y con el presidente chino Xi Jinping, entre otras figuras. Semanas después, la Secretaria del Tesoro Janet Yellen visitó Pekín, y se reunió con los principales responsables de la política económica china.
Estas reuniones se dan en un momento donde las relaciones entre ambos países están sufriendo importantes fricciones. De hecho, ambas visitas fueron pospuestas a causa de que los Estados Unidos descubrieran lo que ellos llamaron un “globo de espionaje chino”, que según Pekín era un artefacto de investigación meteorológica que se había desviado.
Económicamente, ambos países se disputan los recursos estratégicos, la inversión en infraestructura crítica y el desarrollo militar y tecnológico a lo largo y ancho del globo. China expande sus inversiones en infraestructura crítica como telecomunicaciones, energía, rutas y puertos por Asia, Europa, África y América Latina por medio de la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Estados Unidos responde con la Build Back Better World Initiative (B3W) del G7. A su vez, ambos países restringen las acciones de las empresas del competidor en su territorio y las exportaciones de materiales críticos de uso dual, como lo son los semiconductores en el caso de Estados Unidos y los metales para producirlos en el caso de China. Y así, la rueda sigue y empieza a exceder la esfera económica.
En este contexto, el objetivo de estas visitas era “mejorar las comunicaciones” y “evitar los malentendidos”. Esto significa que las visitas probablemente no reparen las brechas que existen entre ambos países o el contexto de restricciones. De hecho, Yellen admitió que las diferencias entre ambos siguen y esas diferencias se seguirán traduciendo en tensiones. Más aún si hablamos de las competencias estratégicas que ambos están protagonizando.
Sin embargo, sí podemos hablar de un paso en el camino de una coexistencia pacífica entre grandes potencias, así como lo fue el conocido “teléfono rojo” de la Guerra Fría. Estos diálogos para evitar malentendidos reflejan lo graves que pueden ser estos cuando hablamos de los dos máximos poderes globales.
Si bien Estados Unidos ya tiene claro que China es un competidor económico, no parecía tan dispuesto en admitir a China como un hegemón (ni siquiera en términos regionales). Estas visitas pueden significar un paso en el camino de comprender que estamos entrando en una era donde Estados Unidos va a tener que compartir el poder con China, y eso supone, por ejemplo, la cooperación para lograr la estabilidad económica global.
En las declaraciones oficiales norteamericanas, se encuentran ideas como “la obligación de manejar responsablemente esta relación, encontrar la forma de convivir y compartir la prosperidad global«. No obstante, las restricciones parecerían atentar contra esas ideas. Lo cierto es que hasta que ambas potencias no puedan confiar en la otra como hegemonías benevolentes, ninguna va a ceder en las exigencias que hacen a la convivencia pacífica.
Por dar algunos ejemplos, Estados Unidos no se irá de Asia ni dejará de establecer sanciones hasta que no pueda confiar en que China no irá más allá de sus fronteras o que sus desarrollos tecnológicos no afectarán la seguridad nacional de los Estados Unidos. Mientras tanto, China no dejará de mostrar su fuerza y capacidades hasta convencerse que Estados Unidos no quiere afectar sus resultados económicos o su soberanía en lo que respecta a sus disputas territoriales.
Aunque China busque expandir su poder militar y controlar las rutas comerciales, parecería que se asienta en el escenario internacional entendiendo que hay otros en la mesa de negociación y que hasta debe asumir con ellos ciertos desafíos globales. En palabras de Xi Jinping, «China respeta los intereses de Estados Unidos”, por lo que “no tratará de desafiarlo ni reemplazarlo”.
Según el presidente chino, la competencia entre grandes potencias no resolverá los problemas a los que se enfrenta el mundo. Como dicen algunos académicos, es cierto que China tiene ambiciones de ser el primer país, pero quizás el “primero entre los pares”. Estas visitas y búsquedas de diálogo sólido y estratégico puede que sean reflejo de que Estados Unidos está empezando a entender al mundo de esa manera.