El último año se ha caracterizado por un proceso de deterioro constante del vínculo bilateral entre China y Estados Unidos. Si bien el periodo de engagement culminó con la presidencia de Donald Trump allá por 2017, iniciando una relación en la que ambos se identifican mutuamente como competidores estratégicos, la visita de la ex Portavoz del Congreso de los Estados Unidos Nancy Pelosi a Taiwán en agosto pasado, provocó un desgaste más profundo de las relaciones, llevándolas a un estado de confrontación, en lo que muchos analistas han caracterizado como el inicio de una nueva guerra fría.
Al congelamiento de las comunicaciones que ambas potencias mantenían en múltiples temáticas de la agenda internacional, le siguió tanto un recrudecimiento de la competencia tecnología (Que pasó a ser guerra) a través de sanciones y controles a la exportación en todos los segmentos de la cadena de suministros, como una mayor conflictividad militar en zonas con alto interés estratégico para Beijing y Washington como Taiwán y el Mar del Sur de China.
En pocas palabras, la relación bilateral de los dos principales polos de poder del sistema internacional se encuentra en su peor momento desde el restablecimiento de sus vínculos diplomáticos hace cinco décadas atrás.
Es por ello que, la confirmación de la reunión entre Biden y Xi Jinping ha generado grandes expectativas por la posibilidad de que se retomen de forma periódica las comunicaciones bilaterales en temas sensibles y que, como consecuencia, pueda resultar en una mejora de las relaciones entre ambas superpotencias. No es fácil, y como dice el título de esta nota, tal vez sea la última oportunidad.
No parece ser casual además que las dos únicas reuniones presenciales de ambos líderes se den en ciudades que forman parte de la cuenca del Pacifico (Bali y San Francisco). La región es el centro geográfico de su disputa no solo en el plano económico sino también el tecnológico y militar. El resultado de las relaciones tiene consecuencias no solo para las demás potencias regionales, sino que sus ramificaciones al ser de carácter sistémico, alcanzan a todas las regiones del globo.
Del éxito de la reunión en San Francisco se desprende la posibilidad de retornar a una bipolaridad que, como bien han definido Esteban Actis y Nicolas Creus, sea de carácter más distendida que rígida, en donde ambos polos puedan encontrar espacios de convivencia y, sobre todo, de cooperación. Esto le daría aire a un sistema internacional saturado por la explosión de viejos y nuevos conflictos armados y garantizaría un mejor abordaje en términos multilaterales de temáticas de índole transnacional, como el cambio climático, la proliferación nuclear o el crimen organizado.
De darse lo anterior, de ningún modo implicaría el fin de la competencia estratégica. Ambas potencias seguirán teniendo intereses contrapuestos en sectores como el tecnológico, pero, como desarrolló el actual Asesor de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, Jake Sullivan, a pesar de todo de lo que los divide, ambos países deben convivir con el otro como una gran potencia. Y aunque la competencia perdure en el tiempo, esta puede transitar por carriles más previsibles para el sistema en su conjunto. Competir sin llegar a una catástrofe.
Considerando lo anterior, cabe preguntarse si existen elementos que nos indiquen que una detente es posible. Un primer elemento en favor son las múltiples comunicaciones que altos oficiales de China y Estados Unidos han mantenido en las últimas semanas en temas que fueron previamente congelados debido al deterioro de sus relaciones. A las reuniones de seguridad marítima le siguieron sobre el cambio climático y recientemente, sobre el control de armas (nucleares). Incluso el propio vicepresidente chino Han Zheng afirmó sobre la necesidad de retornar a las comunicaciones bilaterales entre ambas potencias.
Aunque esto solo pueda ser indicativo de los preparativos de la agenda de discusiones que mantendrán Biden y Xi Jinping, lo cierto es que hay espacio para pensar que, como resultado de esa reunión, las comunicaciones estratégicas vuelvan a su curso normal.
Para Washington, las comunicaciones militares serán el punto más importante de su agenda. Evitar un espiralamiento del dilema de seguridad que mantienen en Asia-Pacifico que profundice la carrera armamentista (incluida la nuclear) en la región o, los múltiples encuentros de aviones y buques de guerra en el Mar del Sur de China resulta esencial para que la relación no pase de la confrontación al conflicto de un momento a otro.
Para Beijing, el foco serán las comunicaciones económicas y que estas puedan poner al menos una pausa a las sanciones y controles a la exportación de tecnologías sensibles que Estados Unidos ha aplicado junto a sus aliados de Europa y Asia durante el último año. Aunque empresas como Huawei, SMIC o YMTC han encontrado la forma de burlar las sanciones, sus efectos para el resto del ecosistema de semiconductores han generado las alertas suficientes en el empresariado y la burocracia del gigante asiático.
Otros elementos en favor de una bipolaridad más distendida pueden hallarse en factores que escapan a la relación bilateral pero que condicionan los márgenes de maniobra de ambos polos. Esto explica también el nivel de entropía que atraviesa el sistema internacional y que les impide poner el foco y sus recursos de forma plena de cara a su competidor estratégico.
En el caso de Estados Unidos, la reciente erupción de una serie de conflictos armados la ha arrastrado a hacer cumplir con los múltiples compromisos que mantiene con sus aliados de Europa y Medio Oriente y, a volcar una gran cantidad de recursos económicos y militares. Aunque pueda ser cierto que Estados Unidos esté en capacidad de afrontar económicamente ambos conflictos, como ha afirmado la Secretaria del Tesoro Janet Yellen, también es cierto que esta coyuntura afecta la capacidad de enfocarse de forma plena en Asia-Pacifico. No resulta un dato menor que el envio de armamento avanzado a Taiwan se encuentre retrasado por varios años debido a la guerra en Ucrania. Estados Unidos sigue siendo la principal potencia militar del sistema internacional, pero es una potencia cada vez más saturada.
Además, otro elemento de análisis es que el próximo año para Estados Unidos estará atravesado por las elecciones presidenciales, en donde parece repetirse la misma elección que en 2020 y, con un resultado igual de incierto. Una distensión en el corto y mediano plazo en la confrontación con Beijing le puede permitir a Washington hacer efectivos sus compromisos con sus aliados, sin el temor de que estalle un nuevo frente de confrontación en Asia. Y para Joe Biden, una mejora en las relaciones con China le da la posibilidad de enfocarse en la próxima campaña electoral frente al avance de Donald Trump.
En el caso de China, su economía no se ha recuperado de forma plena luego de la pandemia del COVID-19 y, el largo periodo de cuarentena y cierres que tuvo que atravesar. A la crisis del sector inmobiliario se le suma un aumento en el desempleo juvenil, una merma en la entrada de Inversión Extranjera Directa y una caída relativa de las exportaciones que pone en tela de juicio la capacidad de Xi Jinping y su equipo económico de poder transformar a la economía del país y devolverle un sendero de crecimiento constante y sostenible en el tiempo.
A la situación económica, se le suma la situación política. En menos de seis meses, dos de los principales ministros de su gabinete – El ex Canciller Qing Gang y el ex Ministro de Defensa Li Shangfu – fueron removidos del gobierno bajo acusaciones poco claras, que van desde corrupción hasta posible espionaje interno. Esta situación, sumada a la económica, pone un halo de incertidumbre sobre el liderazgo de Xi Jinping y la conducción de la segunda economía del mundo. Una mejora en las relaciones con Washington ciertamente puede darle aire para poder reencausar la dirección política y económica del país.
Así como hay elementos a favor de una distensión, hay elementos que juegan en contra. El más importante es que la relación, al pasar de ser competitiva a confrontativa, ha llevado a los dos países a ver las ganancias de uno como las pérdidas del otro y, el ceder en una determinada área como una claudicación frente a su rival sistémico. Es decir, la lógica de suma cero que ha caracterizado este último año y medio a las relaciones entre China y Estados Unidos puede ser el principal motor que impida una detente entre ambos. Como explica Michael Beckley en Delusions of Detente, no parece fácil encontrar áreas en las que podrían ceder cada uno y que sea visto hacia adentro como un empate más que como una rendición.
También es cierto que, aunque la competencia no dejaría de existir incluso en una bipolaridad más distendida, ambos países podrían encontrar agendas que escapan a la misma y a partir de allí, construir ese camino que les permita generar una mayor confianza a la hora de encarar cuestiones de alcance más estratégico. El problema de este enfoque es que no es sostenible en el tiempo mientras se mantengan las diferencias en esos mismos temas que los separan abiertamente a uno del otro. China no va a ceder con Taiwán mientras que Estados Unidos no va a ceder a su rol central en Asia-Pacifico.
Solo se necesita un evento que genere una ruptura para volver la relación a foja cero. Ni el cambio climático ni el control de los arsenales nucleares tienen la capacidad de generar costos a ambas potencias si deciden nuevamente retrotraer sus relaciones a un estado de confrontación. Al mismo tiempo, nada hace pensar que Estados Unidos y China estén en capacidad de poder llegar a esos mínimos acuerdos en los temas que los separan diametralmente. Las fallas tectónicas de la competencia van a seguir ahí y el conflicto en Ucrania e Israel demuestran lo que pasa cuando se las ignora.
Cómo desarrollamos al principio de esta nota, una bipolaridad más distendida dará mayor previsibilidad no solo a la relación entre China y Estados Unidos, sino al sistema internacional en su conjunto, hoy atravesado por el caos y la guerra. Esta reunión probará realmente si una detente es posible o si, por el contrario, las relaciones bilaterales llegaron a un punto de saturación tal, que es imposible que estos dos actores puedan encauzarla.
Una reunión que falle o que sus acuerdos no sean sostenibles en el tiempo no es el camino hacia una nueva Guerra Fría, sino hacia algo mucho peor.