Después de una jornada tensa e incierta, donde se registraron más de 1,68 millones de votantes —325.000 de la diáspora moldava entre ellos— , la líder del partido Acción y Solidaridad logró asegurarse un segundo mandato por 4 años como Presidente de Moldavia, rol que debería ser poco más que simbólico según el diseño institucional del sistema político moldavo, pero que en los últimos años ha mutado a una figura con responsabilidades ejecutivas tanto en política doméstica como exterior.
El candidato asociado a Rusia, Alexandr Stoianoglo, obtuvo un poco menos del 45%, y se sospecha que hubo interferencias externas en el proceso electoral para favorecerlo. Actualmente, la policía del país afirma tener evidencia de transporte organizado de personas a los centros de votación, procedentes del exterior o del interior del país, así como transporte aéreo desde Rusia a Bielorrusia, Azerbaiyán y Turquía. Transferencias de dinero por la suma de aproximadamente 35 millones de euros dirigidas a más de 130.000 cuentas vía un banco internacional ruso entre septiembre y octubre han sido denunciadas por fiscales.
El asesor de seguridad nacional de la presidente, Stanislav Secrieru, escribió en la red social X que hubo ‘‘masiva interferencia’’ por parte de Rusia en el proceso electoral, y luego añadió que los sistemas de registro de votantes habían estado sufriendo intentos de ciberataques. Además, el Ministro de Relaciones Exteriores Mihai Popsoi declaró que puestos de votación en Frankfurt, Liverpool y Northampton fueron objetivos de amenazas de bombas que pretendían impedir que moldavos en el exterior ejercieran su derecho al voto, y el Primer Ministro Dorin Recean dijo que varios votantes recibieron amenazas de muerte anónimas por teléfono durante el día de la votación.
De confirmarse todas estas acusaciones, que se sumarían a campañas deliberadas de desinformación y protestas con pretensión de deslegitimar al gobierno de parte de partidos pro-Rusia, quedaría evidenciada la persistencia por parte de Putin en interferir en el proceso político de países cercanos para impedir que se integren al mundo europeo y occidental.
El triunfo de Maia Sandu ha resultado para muchos un alivio, un refuerzo a la idea de que todos los pueblos de la Europa Central y Oriental están destinados a convertirse en democracias liberales integradas a la Unión Europea, proceso que se desarrolló con mucha mayor rapidez a partir de la invasión rusa a Ucrania en febrero de 2022.
Quizás cabría, no obstante, introducir una lectura más precautoria de los acontecimientos: sólo hace falta recordar la historia de la República de Ucrania, que a medida que optó por alejarse de la esfera de influencia del Kremlin, fomentada por Estados Unidos y sus aliados en Europa, produjo una creciente tensión con el régimen ruso y un conflicto que escaló hasta convertirse en una guerra convencional.
Tomando en consideración el hecho de que Vladimir Putin cuenta con el apoyo de fuerzas secesionistas rusas en los territorios de Transnistria, al este de Moldavia, y conociendo la metodología de la política exterior rusa, habría que ser más precavidos antes de celebrar la victoria. El Ejército Ruso se encuentra desgastado por la guerra en Ucrania, pero no se debe subestimar la capacidad que tiene de subvertir el orden público en otros países a nivel interno mediante la operación de agentes que siguen órdenes de funcionarios en Moscú. Así comienzan los desórdenes y las crisis de legitimidad con los que luego el Kremlin justifica la invasión descarnada de otros países.
El desafío para el gobierno de Maia Sandu será consolidar el apoyo recibido durante los próximos meses y hasta las próximas elecciones legislativas de 2025, nuevo período electoral en el que será vital obtener una amplia victoria si no quiere que los actores volcados a la oligarquía rusa interfieran en el destino del pequeño y vulnerable país de Europa Oriental.